Las primeras definiciones a finales de los años noventa consideraban la presencia física en el mismo contexto (en el que se ejercía la violencia) como factor determinante y los menores eran considerados meros observadores. Se hablaba entonces de “hijos e hijas de mujeres maltratadas” o de “menores testigos de la violencia”.
La Academia Americana de Pediatría (AAP) reconocía que “ser testigo de violencia doméstica podía ser tan traumático para el niño como ser víctimas de abusos físicos o sexuales” tras la constatación de alteraciones superponibles entre el patrón de niños y niñas víctimas de abusos y menores expuestos a violencia de género. (…)
Desde entonces, tales definiciones se han ido desarrollando y han ido reuniendo cada vez en mayor medida otros factores, tanto descriptivos del fenómeno, como cualitativos, entendiendo que la exposición a la violencia de género conlleva unos efectos perjudiciales sobre el desarrollo evolutivo de los/as menores y, desde esta perspectiva, se convierten en menores víctimas de violencia de género.