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El respeto a los derechos: condición necesaria de una atención de calidad

  • Las dos últimas décadas han sido testigo de una progresiva e innegable mejora en la atención residencial a las personas mayores:
    • la idea de beneficencia que, hasta fechas relativamente recientes, se asociaba sistemáticamente a los centros residenciales, se va superando, lo que, sin duda, contribuye a la normalización de este recurso y a una mayor heterogeneidad de la población residencial;
    • la individualización de la atención se acepta sin reservas, por lo menos en un plano teórico, aunque, ciertamente, en la práctica, todavía deban cuestionarse y replantearse muchas formas de hacer que impiden o dificultan el imprescindible avance hacia la personalización de los apoyos;
    • se empieza a otorgar cierta importancia a la participación de residentes y familiares en el funcionamiento de los centros;
    • se cuida la fase de ingreso mucho más que hace apenas diez años;
    • se ha mejorado la dotación física de numerosas instituciones, hasta alcanzar, en algunos casos, niveles comparables a los de los países europeos más avanzados;
    • se están afianzando fórmulas de evaluación externa y empieza a calar la necesidad de introducir procesos de mejora continua de la calidad, lo cual, contribuye a afianzar un hábito de permanente cuestionamiento y favorece la disposición al cambio.
       
  • En otros términos, en tiempos recientes, y paralelamente a un proceso de agravación del grado de deterioro físico y psíquico de la población residencial, se está asistiendo a un proceso de humanización y de dignificación de las residencias, que merece una valoración muy positiva y que, en gran medida, ha sido posible gracias al esfuerzo y al compromiso diario de quienes trabajan en los centros. Aun así, queda mucho por hacer para superar las limitaciones, los déficit y las disfunciones que todavía pueden observarse en el medio residencial, y el elemento clave para ir introduciendo cambios que garanticen una mejora continua de la atención es adoptar los derechos básicos de las personas residentes como punto de referencia en todas las actuaciones y admitir que respetarlos constituye la condición sine qua non de una atención de calidad.

Derechos Básicos

  • Dignidad: reconocimiento del valor intrínseco de las personas, independientemente de cuáles sean sus circunstancias, respetando su individualidad y sus necesidades personales, y mostrando, en todo momento, un trato respetuoso.
  • Privacidad: derecho de las personas a estar solas si ese es su deseo, a no ser molestadas y a no sufrir repetidas intromisiones en sus asuntos personales.
  • Autodeterminación: posibilidad de actuar o de pensar de forma independiente, incluida la disposición a asumir ciertos niveles de riesgo calculado.
  • Elección: posibilidad de elegir libremente entre diversas opciones.
  • Satisfacción y realización personal: realización de las aspiraciones personales y desarrollo de las capacidades propias en todos los aspectos de la vida cotidiana.
  • Protección, conocimiento y defensa de los derechos: conservación de todos los derechos inherentes a la condición de persona y a la ciudadanía, y oportunidad real de ejercerlos.

  • Adoptar estos derechos como principio rector de la atención no significa que deban desatenderse otros intereses que convergen en la residencia: los de la propia institución, los de la dirección, los del personal y los de los familiares. Significa que, bajo ninguna circunstancia, debe perderse de vista la situación de especial vulnerabilidad de quienes allí residen y que, en todas las decisiones que se adopten, sean de carácter general o particular, debe tenerse presente su condición de personas y la necesidad de garantizar que puedan seguir siendo ellas mismas y eligiendo, en la medida de lo posible, el estilo de vida que desean llevar.
     
  • El ingreso en un centro no convierte a las personas residentes en ciudadanas de segunda categoría, obligadas a renunciar a su identidad, a su dignidad, a su privacidad e intimidad o a su independencia. Las y los residentes siguen teniendo los mismos derechos que antes de su ingreso y deben tener la posibilidad de ejercerlos, aunque pueda ser necesario, en algunos casos, adaptar la forma de hacerlo. Es un hecho que la vida en una institución queda sometida a una serie de condicionantes que vienen dados por las necesidades de convivencia y de organización. En un lugar en el que conviven muchas personas y en el que trabajan otras muchas, deben, indiscutiblemente, establecerse unas reglas que hagan posible el funcionamiento del conjunto, definiendo el marco, los límites dentro de los cuales cada uno puede ejercer sus derechos, especialmente si tenemos en cuenta que a la diversidad de los intereses grupales se suman los muy variados intereses individuales.
     
  • Ahora bien, definir un marco de convivencia no debe significar regular absolutamente todos los aspectos de la vida residencial y someter a todas las personas residentes a idénticas pautas de atención y formas de vida, como tradicionalmente han tendido a hacer las instituciones. Evitar estos excesos es el único modo de conseguir que las residencias constituyan un lugar para vivir. Y eso es lo que, ante todo, debe ser una residencia: esa es su especificidad con respecto a otros servicios, que constituye el lugar en el que viven un conjunto de personas, y que, como tal, soluciones que, en otros ámbitos, resultan viables, no se adecuan al medio residencial, porque en él todo tiene un fuerte impacto en todos los aspectos de la vida de las personas residentes. En el caso de los centros para personas mayores, interviene, además, la carga añadida de lo definitivo. A todos nos resultan conocidas pautas de atención hospitalaria que consideramos poco agradables, pero que admitimos porque sabemos que el uso que hacemos del servicio es temporal. Cuando una persona mayor ingresa en una residencia, casi siempre es para permanecer allí el resto de su vida y, en tal situación, determinadas pautas de atención pueden resultar insoportables, aunque, lamentablemente, en no pocos casos, tengan que ser toleradas.
     
  • Es verdad, por otra parte, que, en un entramado tan complejo como el residencial, en el que cada vez es mayor el número de personas que dependen de otras para realizar las actividades básicas de la vida diaria -levantarse, asearse, ir al WC, moverse, comer, etc.- no es fácil evitar la tentación, guiados, sin duda, por la buena voluntad o por un deseo de eficacia, eficiencia y orden, de organizar una estructura disciplinada en exceso, basada en la generalizada realización de tareas idénticas en horarios marcados e inflexibles, que lleva tanto a residentes como a profesionales a una vida pautada por las rutinas. Es fácil deslizarse por esa pendiente y llegar a situaciones extremas que conducen a las y los residentes a un proceso gradual de despersonalización, y a las y los profesionales -en particular al personal de atención directa- a una creciente falta de interés por su trabajo, a una profunda insatisfacción y a un sentimiento de infravaloración difícilmente superable.
     
  • Esto plantea, principalmente, un problema de cultura residencial. Las residencias constituyen un contexto particularmente propicio a la progresiva insensibilización con respecto a los derechos, en particular, con respecto a los derechos de las personas muy dependientes, y esta insensibilización lleva a que se den por buenas pautas de atención que, en alguna medida, los vulneran. Estas pautas, dadas por la costumbre, constituyen, sin duda, el elemento tácito esencial de la organización residencial y su carácter tácito las hace difícilmente cuestionables. Aspectos de la atención que, vistos desde el exterior, resultan inaceptables, desde dentro no se aprecian como disfunciones o como pautas de atención susceptibles de vulnerar los derechos de los residentes o, si lo son, se consideran inherentes a la organización residencial y, en consecuencia, inevitables.
     
  • En estas circunstancias, la vía más indicada para promover mejoras y evitar la cronificación de determinadas formas de hacer es introducir la cultura del cambio, afianzando la costumbre de preguntarse siempre si una determinada pauta es la más adecuada para responder a una determinada necesidad de una determinada persona. Esta es, en el contexto institucional, la única manera de evolucionar. Todos tenemos en mente pautas de intervención, no muy lejanas en el tiempo pero totalmente inaceptables en la actualidad, que, en su momento, se percibían con absoluta naturalidad. Debemos ser conscientes de que, con toda probabilidad, dentro de pocos años, algunas de las pautas actuales les parecerán inconcebibles incluso a quienes ahora se muestran más reticentes a cambiarlas. Resulta significativo el testimonio de algunos profesionales de atención directa que confiesan que, al incorporarse a la residencia en la que trabajan, les sorprendieron e incluso les disgustaron determinadas pautas, pero que, en su momento, como es comprensible, no se atrevieron a comentarlo con sus nuevos compañeros y compañeras, por temor a parecer excesivamente críticos desde el principio. De forma progresiva -admiten- también ellos han adquirido el hábito que tan negativamente les impactó, han dejado de imaginarse a sí mismos en el lugar de la persona residente y han acabado perdiendo la capacidad de ver lo que al principio les chocó. En definitiva: cuando uno ve con claridad las disfunciones, no está en situación de ponerlas de manifiesto y de criticarlas, y cuando por fin se siente en posición de opinar, ya no es capaz de detectar las pautas inadecuadas y, por lo tanto, de buscarles soluciones.
     
  • Hay pues que encontrar vías que ayuden a evitar o compensar ese cambio de perspectiva y que lleven a un cuestionamiento permanente, capaz de guiar el esfuerzo por encontrar fórmulas de atención que permitan responder, simultáneamente, a las necesidades inherentes al ejercicio de los derechos de las personas residentes y a las necesidades organizativas de la estructura residencial, negociando equilibrios que no sólo las hagan compatibles sino mutuamente benéficas. Es esencial darse cuenta de que un proceso de mejora que lleve a la flexibilización y a la personalización de la atención beneficia a la vez a las personas residentes y a las y los profesionales que les atienden: las primeras contarán con más posibilidades de elección y con mayores oportunidades, sean cuales sean sus limitaciones físicas y/o mentales, de organizar su vida a su modo, de crearse sus propias costumbres en lugar de tener que someterse, inevitablemente, a los usos institucionales, y de seguir siendo ellas mismas; las segundas tendrán la posibilidad de realizar las tareas de forma menos automática y más personalizada -lo que, en sí, es un indicador positivo en cualquier actividad laboral-, y de desempeñar su labor en un medio más humano y en condiciones más dignas. Este efecto benéfico mutuo es el motor de cualquier proceso de mejora, y se fundamenta en una verdad básica que tiende a obviarse: el hecho de que la dignificación de las pautas de atención dignifica tanto a la persona atendida como a la persona que atiende. Mejorar la atención nos dignifica a todos y todas.
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