La carencia de una jerarquía conforma la principal característica del funcionamiento de estas familias, siendo constante, ya se trate de una familia multiviolencia, monoparental o con presencia de ambos progenitores.
La dificultad para establecer normas y límites es lo más llamativo cuando consultan, así como la admisión del fracaso en esta área, y la petición de que alguien del exterior se ocupe de hacerlo.
En estas familias, nos encontramos con que uno de los padres −a veces los dos− han abdicado de su rol, que su rivalidad les impide desarrollar procedimientos de establecimiento de normas o bien deja a éstas sin efectividad. Esto no es óbice para que, casi unánimemente, atribuyan la abdicación en el rol educativo a la personalidad y la conducta violenta del hijo. “No se puede hacer nada”, es el leitmotiv que no sólo oculta la incapacidad de los padres para asumir un rol jerárquico, sino que, con frecuencia, origina una falta de colaboración a la hora de abordar el problema: si otros lo solucionan, ya no era imposible de hacer y, por lo tanto, tengo alguna responsabilidad en ello.
A menudo, los progenitores rechazan explícitamente ser quienes impongan las normas -y por tanto responsabilizarse de su cumplimiento-, manifestando que esa no es su labor o que ésta corresponde al colegio o bien a la sociedad.
Esta actitud favorece la parentificación de uno de los/as hijos/as, en quien se delega la escasa autoridad y éste, desbordado por la situación, desarrolla conductas violentas como un intento de control, que primero se aplica a los hermanos menores –si los hay- y luego se extiende al/los progenitor/es.