Todas las personas con discapacidad, cualquiera que sea su discapacidad, pueden beneficiarse de una educación que les ayude a comprenderse a sí mismas y a entender el mundo en el que viven, lo cual les ayudará a gestionar su vida de forma más autónoma.
Este principio de educabilidad que, a lo largo de las últimas décadas ha contribuido a dotar a las personas con discapacidad de una autonomía, hasta entonces, totalmente fuera de su alcance, debe extenderse al ámbito de la sexualidad. Las personas con discapacidad tienen las mismas necesidades sexuales que las demás personas y, por tanto, el mismo derecho y la misma necesidad de aprender a darles respuesta. La educación sexual es, sin duda, una vía para hacerlo, en la medida en que puede contribuir a superar el problema de la deficiente socialización sexual de las personas con discapacidad.
Tanto familiares y amigos como profesionales que atienden a las personas con discapacidad refieren a menudo manifestaciones sexuales tales como tener curiosidad por tocar a los demás, autoestimularse o preguntar sobre aspectos relacionados con el placer erótico: son claras manifestaciones de su dimensión sexual, de sus necesidades y deseos sexuales y afectivos. La educación sexual pretende ayudar a que se acepten estas necesidades y a que la persona con discapacidad tenga derecho a satisfacerlas. Si estas manifestaciones se niegan, las probabilidades de integración y normalización de estas personas disminuirán, y aumentarán los riesgos asociados a la actividad sexual, como el embarazo no deseado, las enfermedades de transmisión sexual o los abusos sexuales.
Por ello, es esencial que la educación sexual no se dirija únicamente a las personas con discapacidad; también debe contribuir a modificar las actitudes de su entorno y de la sociedad en general, en relación con las facetas afectiva y sexual de la vida de las personas con discapacidad. Es necesario que se potencie su autonomía y que sean percibidas como mujeres y hombres capaces de tomar decisiones y de vivir su afectividad y su sexualidad plenamente, evitando las actitudes de infantilización y de sobreprotección que han sido la pauta habitual hasta fechas recientes.
Conviene tener presente, además, que la educación sexual tiene un efecto asociado muy positivo, y es que contribuye a disminuir el sentimiento de culpabilidad de las familias, haciéndoles ver que se trata de manifestaciones naturales y totalmente normales. Asimismo, puede contribuir a la protección de las personas con discapacidad, en la medida en que el conocimiento de las situaciones y de los actos de riesgo les enseña a protegerse mejor, a pedir ayuda cuando la necesitan y a afrontar las consecuencias.
Para alcanzar estos objetivos, es esencial que la educación sexual tome como punto de partida las necesidades específicas individuales de las personas a las que se dirige y su capacidad de entendimiento, con el fin de ofrecerles la información de la forma más accesible posible y de la forma que resulte más adaptada a su capacidad de entendimiento.